AEulogio, el gran santo y mártir cordobés, un eunuco de la corte del emir le sacudió una enorme bofetada en un momento del juicio que le llevó al cadalso. Eulogio, como era santo, puso la otra mejilla y el bellaco castrado le dio otra aún mayor. Aquella segunda bofetada debió resonar como advertencia duradera en toda la Cristiandad, pues durante varios siglos los caballeros, en su investidura de armas, aceptaban también un golpe, el espaldarazo o pescozada, pero se dejaba claro que ese debía ser el último que habrían de recibir sin oportuna respuesta.

Mariano Rajoy, como todos recordamos, sufrió hace unos meses un escalofriante y alevoso puñetazo en su tierra, Pontevedra, que casi literalmente le partió la cara. Muy en político correcto, le faltó tiempo para perdonar al agresor, que se fue casi de rositas y heroificado por la chusma. Predije entonces que no tardaríamos mucho en ver al energúmeno convertido en concejal, porque es ley infalible de nuestra democracia que el pueblo soberano premie a todo mal bicho con un escaño de algo. Lo que ha superado hasta a mi fértil imaginación, es que por un acto de mimetismo digno de estudio sociológico, la corporación municipal pontevedresa se haya convertido en réplica mutante del gamberro. Así es como ha acordado infligir al pobre Mariano una nueva y brutal puñalada donde más puede dolerle al declararlo non grato en su propio pueblo, algo que hasta ahora, no habían conseguido ni los peores etarras.

Señores, yo propongo que se suprima por ley toda esa cursilada retórica, antañona y caciquil de los hijos adoptivos, predilectos y non gratos. Hoy, cuando ni siquiera un padre puede declarar non grato al hijo imposible y descastado, tenemos alcaldes y concejales que juegan a diosecillos del lugar dando y quitando un honor del que ellos mismos carecen. Lo mismo expulsan del callejero a personas beneméritas cuyas familias reciben inermes la tremenda bofetada de la venganza, que afrentan a un presidente con una declaración tan insensata como, en el fondo, ridícula. Y es que un reglamento de honores, en manos de profesionales del odio, es sólo un puñal.

Pero algo bueno ha tenido el gesto bajuno de los poncios pontevedreses: nos ha permitido saber que a Rajoy hay algo que le duele. Y ese dolor, que lo redime de muchos momentos vegetales, nos lo hace humano. Un desastre político, pero humano.