Domingo, 27 de julio de 2025

Europa

¿Quién teme a la ultraderecha?

El triunfo del "ultranacionalista" Norbert Höfer en la primera vuelta de las elecciones presidenciales austriacas ha confirmado el declive de los partidos del establishment post-1945 (democracia cristiana y socialdemocracia: relegados, en el caso austriaco, nade menos que a la cuarta y quinta posiciones).

Un espectro recorre Europa: es el espectro? ¿de qué? La prensa despacha con etiquetas facilonas -"populismo", "ultraderechismo", "xenofobia"- movimientos políticos heterogéneos, inclasificables, y que en todo caso no consisten casi nunca en una mera reedición de los viejos partidos fascistas.

El Front National en Francia, el UKIP en Gran Bretaña, Alternative für Deutschland en Alemania, FIDESZ en Hungría, Prawo i Sprawiedliwosc (Derecho y Justicia) en Polonia, el Partij voor de Vrijheid (Partido de la Libertad) de Geert Wilders en Holanda, Sverigedemokraterna (Demócratas Suecos) en Suecia, los Perussuomalaiset o "Finlandeses Auténticos"? Algunos de esos partidos gobiernan ya en sus países (Polonia o Hungría); otros, como el Frente Nacional francés, han alcanzado ya la cota del 30% de la intención de voto. Como resulta difícil creer que un 20% o 30% de europeos se hayan vuelto fascistas de la noche a la mañana, merece la pena preguntarse a qué inquietudes responden.


Su rasgo común más evidente es el nacionalismo: esos partidos reclaman una recuperación de la soberanía nacional, amenazada en su opinión por "las imposiciones de Bruselas", la globalización y "el mundialismo".


La nostalgia de la soberanía nacional es, en parte, un reflejo de la crisis económica, interpretada como una consecuencia de la "política de austeridad de Bruselas", y/o de la competencia desleal de los países emergentes, que tienen salarios bajos y reglamentaciones laborales y ecológicas poco exigentes. Creo que, en lo económico, el reflejo nacionalista es irracional e incorrecto. Ni la salida del euro o la UE ni el restablecimiento de fuertes barreras arancelarias solucionarían por arte de magia las dificultades económicas de los países europeos, más relacionadas, en mi opinión, con el envejecimiento de la población y el excesivo peso del Estado del Bienestar. Las medidas económicas propugnadas por algunos partidos de la "derecha populista" se parecen sospechosamente a las defendidas por la izquierda populista estilo Podemos.

La derecha nacionalista sí diagnostica con acierto, sin embargo, el otro gran problema de la Europa actual: la saturación inmigratoria y el fracaso del "multiculturalismo". Los guetos sin ley de Malmö, de Bruselas o de la banlieue parisina muestran que un alto porcentaje de inmigrantes "sobre todo, cuando son de cultura islámica- rechazan los valores de sus países de acogida, planteando un peligroso reto a su cohesión. Las autoridades han hecho la vista gorda durante décadas a la inmigración ilegal, probablemente en base a la consideración inconfesable de que Europa necesitaba desesperadamente población joven para compensar el invierno demográfico (1.55 hijos/mujer en la UE, 1.32 en España: muy por debajo de la tasa de reemplazo generacional).

Ahora bien, como indicaba hace unos meses Carlos Esteban, el recurso a la inmigración como solución al invierno demográfico se basa en "una lógica que ve en los seres humanos piezas intercambiables, sin cultura". La cosa no es tan fácil como dejar entrar a diez millones de asiáticos y africanos para reemplazar a los diez millones de hijos que unos europeos cada vez más reacios a la reproducción decidieron no tener. Pues existen las barreras culturales y el choque de civilizaciones, como diagnosticó Samuel Huntington.

En realidad, la historia reciente muestra que las sociedades multiculturales son siempre muy conflictivas (especialmente, cuando una de las culturas del mosaico es la islámica): véase Sudán, Líbano, la India y tantas otras.

¿Imaginaban quizás los ingenieros sociales eurócratas que nosotros conseguiríamos lo que nadie había conseguido hasta ahora, a saber, una sociedad multicultural pero armónica? ¿No delata todo ello un paradójico "e infundado- complejo de superioridad?

Los partidos de la "derecha populista" son la expresión de los temores de unas sociedades que sienten amenazada su estabilidad por la inmigración masiva, inasimilable. No son temores paranoicos. Además, esos partidos parecen haber identificado mejor la raíz del problema: el desastroso descenso de la natalidad europea. De ahí que muchos incluyan en sus programas medidas natalistas, se resistan (en el caso de los países de Europa oriental) al matrimonio gay, intenten desincentivar el aborto, etc. La bandera pro-vida y pro-familia, mezquinamente abandonada por el centro-derecha convencional, es recogida por esos partidos. Ello contribuye a que la prensa los llame "ultras".

Pero no es oro todo lo que reluce: en el magma neo-derechista europeo sí hay algunos movimientos verdaderamente fascistoides, como el griego Amanecer Dorado o el húngaro Jobbik, de clara tendencia antisemita. Habrá que examinarlos caso a caso, sin generalizaciones apresuradas.

Por otra parte, existe el peligro de que la reactivación incontrolada de los nacionalismos termine dinamitando a la Unión Europea, lo cual sería una muy mala noticia. Lo cierto es que se declaró extintas a las naciones demasiado pronto, y la gente sigue necesitando un "nosotros", una identidad colectiva, más en el plano emocional y cultural que en el económico. La UE no ha sido capaz de generar un sentimiento de pertenencia supranacional.

En tiempo de crisis, la pertenencia tribal resulta especialmente necesaria: los europeos echan de menos una patria, y no parece que pueda ser otra que las naciones respectivas. No olvidemos, sin embargo, que los nacionalismos desembridados nos condujeron a dos guerras mundiales. Recordamos también que, con todas sus carencias, la UE ha posibilitado un periodo inédito de 70 años de paz, prosperidad y civilización. Habrá que encontrar un punto de equilibrio entre el retorno de las naciones y la preservación de una estructura supranacional razonable.



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