Cataluña fue hace 40 o 50 años la capital económica y cultural de España, muy por delante de la oficialidad madrileña. Los catalanes era apreciados y sus viajantes recorrían España dando ejemplo de laboriosidad y seriedad, convirtiéndose en entrañables y respetados personajes de la España de los años 60 y 70 del siglo pasado.  

 Los catalanes eran un buen partido, y así debió entenderlo mi madre cuando se dejó cortejar por un apuesto perito textil barcelonés que fue a trabajar al pobletón que por aquel entonces era Valladolid. El ya no tan joven galán catalán, no sólo tuvo que seducir a la chiquilla castellana, sino que también hubo de conquistar a mis abuelos, sobre todo teniendo en cuenta que mi madre era su único hijo. El buen nombre y reputación del los catalanes, sin duda ayudaron a que mis abuelos vieran con buenos ojos al pretendiente de su niña y aceptaran de buen gusto que mi madre, con tan solo 19 años, se desposara con el que acabó siendo mi padre y el de mis seis hermanos.  

 Desde pequeñito siempre llevé con mucho orgullo mi ascendencia catalana de pura cepa y siempre pensé que me deba cierto pedigrí especial. Al fin y al cabo, yo siempre percibí cierto merecido respeto hacia el catalán, cierta garantía de solvencia y seriedad. De alguna manera esa ideación ha modulado mi carácter y forjado mi personalidad. Sin embargo, con el paso de los años, esa imagen del catalán se ha ido deteriorando hasta convertirse en un personaje molesto e irritante.

  En aquellos tiempos los catalanes triunfaban allá donde iban y eran acogidos y distinguidos con dignidades y nombramientos impensables hoy en día para un foresté en la oligárquica Barcelona.

   Después vino la Transición y con ella los iluminados nacionalistas a apoderarse de Cataluña, a decir a los catalanes que renunciaran a la auténtica catalanidad, que se desprendieran de la españolidad que les define, que mudaran de carácter, que abandonaran su laboriosidad creativa por el victimismo y la permanente y estéril reivindicación.  

 El catalanismo se ha empeñado en jibarizar a Cataluña, en empequeñecerla haciéndola renunciar a porciones sustanciales de su ser tradicional y creando exnovo falsos hechos diferenciales. Al excluir aquello que no es del agrado de los nacionalistas catalogándolo de español, los nacionalistas están arrasando con las tradiciones y el ser catalán. De esta manera, quienes más daño están haciendo a Cataluña son los propios nacionalistas, al privarla de aquello que la puede hacer universal, pues sólo a través de España lo catalán adquiere dimensión mundial.  

 Los catalanistas han encerrado a Cataluña, condenándola al aldeanismo y al aislamiento. La han empequeñecido y estrechado sus horizontes al querer privarla del resto de España, haciéndola renunciar a lo que por derecho también es suyo. Así, Cataluña se ha convertido en una región antipática y hostil para el resto de españoles.

  Y mientras tanto, mientras se dedican ingentes recursos a romper España, a disolver la Nación, Cataluña va perdiendo músculo económico y vigor cultural. Barcelona ya no es la Nueva York española, ya no está en condiciones de rivalizar con Madrid -castiza y cosmopolita al mismo tiempo- por la capitalidad oficiosa de España.

  Cuando Cataluña se ensimisma, pierde fuerza y se consume en estériles disputas intestinas, queda rezagada del ritmo de la Historia como ya sucediera en los siglos XV al XVII. Cataluña sólo se muestra fuerte y animosa cuando suma sus energías a las del resto de españoles y las canaliza al a través de la Patria Gran que es España.

  Si los catalanes quieren un Estado propio, que no se equivoquen, ya tienen uno: España.