Miercoles, 01 de mayo de 2024

Los pueblos que se hallaban bajo la férula del socialismo real percibieron en él un mínimo resquicio de debilidad y se lo sacudieron de encima, con una celeridad y una unanimidad que nadie habría sospechado, incluido el mismísimo Marx

Anábasis

  Ya tarda mucho Sean Penn en presentarse en Moscú a rendir pleitesía al amo del Kremlin. No se da cuenta de que otros más avisados pueden estar pisándole el terreno y que, cuando se expidan los carnets de militancia del nuevo régimen bolchevique, esos gozarán del privilegio de contar con números de serie más bajos que el suyo, incluso de un sólo dígito, cuánto honor. Y es que el régimen venezolano, en el que ahora pone todas sus complacencias el amigo Sean y otros de su cuerda, no va a dar para mucho más, mientras que las dictaduras emergentes, China y Rusia, por ejemplo, ofrecen una suculenta ocasión para izquierdistas con más visión de futuro.

Efectivamente, el breve paréntesis de tranquilidad que en el mundo siguió al derrumbe de la antigua Unión Soviética está a punto de cerrarse, y el Fénix que se recompone a partir del frío fuego que vuelve a arder en la ceniza totalitaria amenaza con devolvernos al año 1945. Signos contundentes de lo que se avecina no faltan para quien quiera verlos, pero el problema estriba en que algunos, aun viéndolos claramente, se regocijan en secreto de su retorno. Esta actitud, muy extendida entre nosotros, es una extraña anomalía occidental que, de la mano de los intelectuales, parece disfrutar culpablemente en el mal. En el nuestro, para ser exactos.

Es sabido que las ciencias sociales, un invento griego aparecido después del descubrimiento de la libertad, sólo pueden darse en las sociedades libres. Ni en la Alemania nazi ni en la China de Mao se dieron  teóricos (o al menos nadie los menciona en las historias de la disciplina) y mucho menos investigaciones  sobre tantos extremos como nos gustaría conocer de aquellas tristes y terribles sociedades. Y no porque no pudieran extraerse útiles enseñanzas de ese empeño, sino porque el poder ni los permitía ni los necesitaba: le bastaba con la dominación política absoluta y, además, las conclusiones de los estudiosos no harían más que cuestionar, inevitablemente, al mismísimo poder totalitario.

Una preocupación que estuvo de moda hace unos decenios entre la progresía occidental fue la de la criminología crítica. Como, por definición, en el socialismo no podía darse el delito, pues allí su erradicación era una consecuencia natural de la emancipación humana, toda una pléyade de intelectuales se ocupó, no de demostrar este aserto en los regímenes socialistas, sino de especular (pues estudios empíricos se hicieron pocos) sobre el crimen en los países capitalistas, llegándose a la previsible conclusión de que la criminalidad era un hecho constitutivo de aquellas injustas sociedades… y totalmente ausente de las justísimas otras. No hace falta decir que, ya antes de ponerse a teorizar sobre el asunto, conocían al dedillo los resultados a los que querían llegar. Y llegaron, pues estaban en el manual del perfecto progresista milagrosamente profetizadas.

Por supuesto, nadie de entre los criminólogos críticos que le crecieron a las sociedades democráticas como setas se molestó en explicar por qué en el paraíso de la justicia socialista era preciso concentrar a la gente, por millones, en los campos de trabajo, o para qué se necesitaban severísimos códigos penales o arbitrarios procedimientos legales que retrotraían el derecho al tiempo del más oscuro despotismo oriental. La impresión que causaban estas disposiciones era entonces, en el mundo libre, la de que el socialismo realmente existente no estaba muy seguro de sus propios súbditos, a los que prefería mantener amedrentados antes por el ejercicio del terror que por el de la democracia.

Y así fue, como se comprobó cuando los pueblos que se hallaban bajo la férula del socialismo real  percibieron en él un mínimo resquicio de debilidad y se lo sacudieron de encima, con una celeridad y una unanimidad que nadie habría sospechado. Esta fue la gran lección política que muchos pudieron aprender después del gran experimento histórico que supuso el intento de crear un hombre nuevo, el homo sovieticus, imposible monstruo de Frankestein concebido por los cabeza de huevo de la secta progresista y que está urgentemente pidiendo un nuevo Dukas para que, musicalmente, les inmortalice la luctuosa hazaña.

Pero si de esta lección aprendieron muchos, otros, los de siempre, no aprendieron nada, y seguirán defendiendo, en nuestra casa y bajo renovados embozos, el terror frente a la democracia, la dictadura frente a la libertad. La gran democracia americana, que desde su fundación no le ha fallado al pueblo ni una sola vez, aunque algunos pretendan, en un monstruoso alarde de inconsecuencia y maldad, identificarla con el fascismo, sigue en pie como un faro al que algunos miramos con angustia y expectación ante los tiempos que se acercan. Porque es claro que Rusia va camino de recuperar a marchas forzadas el tradicional despotismo bizantino que la caracteriza, al menos desde la fundación del Principado de Kiev, y ya tiene medio implantado un régimen de dominación que, ni bajo los zares ni bajo el socialismo moderno, como si de un fuerte atavismo político se tratara, nadie pudo comprobar que variara un ápice.

 No parece que Rusia alcance a vivir alguna vez en democracia. El largo ejercicio despótico del poder ha creado un entramado social donde caben pocas esperanzas a ese respecto. Es como si la gente estuviera más presta a obedecer que a reclamar libertad, a aceptar, como siempre, con pesimismo, vodka y desesperación las cosas de la vida. Quien conozca la extraordinaria literatura clásica del pueblo ruso, es decir, la del siglo XIX, la vieja disputa entre eslavófilos y europeizantes o las peculiaridades de su ortodoxia religiosa, sabe de lo que estamos hablando, y que por eso, ante las posibilidades de homologación con occidente algunos seamos tan políticamente pesimistas como ellos mismos, aunque por muy diferentes razones.

Rusia, el otrora llamado enfermo de Europa, vuelve, pues, fiel a su destino, a la senda de siempre y es seguro que, por ello, el mundo se hará cada vez más peligroso, como en tiempos de la casi olvidada Guerra fría. Tiemblan las antiguas democracias populares, que se apresuran a ingresar en la Unión europea y en la NATO, y gimen ya, por el chantaje energético, las antiguas provincias irredentas y, muy pronto, tal vez Europa entera, donde tantos Quisling, previsores, se apresuran a adelantar posiciones por la izquierda. Pero lo peor es que quienes podrían garantizar nuestra seguridad, en particular los Estados Unidos de América, con su poderío y su ejemplo democrático, no sólo enfrentan los ingentes desafíos estratégicos que se aproximan, sino la carcoma de la insurgencia interior, el estúpido progresismo que prefiere abominar de la libertad doméstica para abrazar la extraña opresión que, como en una vieja novela de John Le Carré, vendrá una vez más del frío.

Cabe esperar que pronto reaparecerán los criminólogos críticos a demonizar nuestras democracias, a paralizarnos minando nuestra moral, nuestros escrúpulos y nuestra vergüenza de hombres libres, y a justificar los crímenes del despotismo neobolchevique en ascenso imparable en Chechenia o, quién sabe, de nuevo en Praga, en Polonia o Budapest, y dispuesto a engullirse siempre Europa entera hasta Gibraltar, como pareció posible cuando en la Guerra civil española de 1936 los cipayos del Frente popular, con el Partido socialista en vanguardia, y sin pedir nada a cambio, salvo unas pocas alhajas (aunque llenaron un barco: el Vita) confiscadas al pueblo, les abrieron las puertas del país de par en par. 

Tal vez vuelvan a desempolvar los criminólogos de la facción americana, como ejercicio dialéctico, la fuga de los diez mil delincuentes, cuidadosamente seleccionados por el siniestro régimen cubano, que alcanzaron hace unos cuantos años las costas de la Florida. Querrán con ello hacernos creer que sólo los bandidos huyen de la isla, y no los oprimidos y los desesperados que se juegan la vida porque prefieren perderla a seguir viviéndola inútilmente en el socialismo real que tanto enternece a nuestros progresistas privados desde hace 48 años y sin una maldita elección por medio, ellos sabrán por qué.

Se avecinan tiempos sombríos, pero no hay que perder la fe en que el mal no prevalecerá, pues tal vez nos sea dado, a quienes creemos en la democracia y en la libertad, después de los muchos peligros vividos por los polvorientos caminos que van de Sardes al Ponto Euxino, exclamar con los otros diez mil (los de la Anábasis que el valeroso Jenofonte condujo de regreso a la patria), y a la vista del vinoso mar: Thálassa, thálassa! El mar, la mar, nuestra añorada mar.


Comentarios

Por Sun Tzu 2011-06-01 13:58:00

Deberíamos cuidar más la presentación, subtítulos enormemente largos que quitan las ganas de seguir leyendo, introducciones nada parciales y que pretenden dirigir, antes de la lectura, la opinión de quien lee. Muchos buenos artículos acaban no siendo visitados por estas "pequeñeces".


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