Viernes, 26 de abril de 2024

¿Un orden mundial trumpiano?

El concepto popular de EE.UU. como una potencia imperial sólo preocupada por su propio interés está en las antípodas de la autoimagen norteamericana. Estados Unidos se entendió a sí mismo, ya antes de su independencia (por ejemplo, en el célebre discurso de John Winthrop en 1630) como la "ciudad sobre la colina", la nueva sociedad basada en principios de libertad, igualdad y democracia desconocidos en la vieja Europa. EE.UU. sería la vanguardia histórica de la humanidad, el laboratorio en el que se ensayaban nuevas reglas sociales que, de tener éxito, servirían después de inspiración a los demás pueblos, en los que el norteamericano presupone una aspiración a los mismos valores. En su obra "El sentido común" "que tanto contribuyó a la extensión del independentismo en 1776- Thomas Paine asociaba el militarismo y la rapacidad imperial con las corruptas monarquías europeas; la nueva república norteamericana, en cambio, sería pacífica y comercial, rechazando por principio todo colonialismo. Incluso cuando se atribuyó a sí mismo un "destino manifiesto" de expansión hasta el Pacífico (comprando Luisiana en 1803, arrebatando a México un tercio de su territorio en 1848, etc.), EE.UU. no consideraba estar forjando un imperio, sino simplemente adquiriendo el espacio necesario para el correcto desarrollo de su experimento de libertad ordenada.

La política exterior de EE.UU. siempre ha incluido esa creencia en una misión histórico-universal más grande que el mero interés nacional. Un idealismo que alcanzó su máxima expresión bajo el presidente Woodrow Wilson, que entendió la Primera Guerra Mundial como la batalla final por la democracia y los derechos de los pueblos, contribuyendo decisivamente a la inclusión en el Tratado de Versalles de un principio de autodeterminación nacional que dio al traste con el imperio danubiano de los Habsburgo. No contento con eso, Wilson intentó llevar a la práctica la idea kantiana de una Sociedad de Naciones y de la conjuración definitiva del flagelo de la guerra mediante un sistema de seguridad internacional colectiva. También la participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial -así como la convicción rooseveltiana de que, al ganarla, ingleses y norteamericanos iban a poner las bases de un mundo en el que las "cuatro libertades" (de religión, de expresión, "de la necesidad" y "del miedo" [freedom from fear]) serían garantizadas a toda la humanidad- respondió a ese espíritu de optimismo histórico y liderazgo moral mundial de EE.UU. Y la decisión de Truman de plantar cara al expansionismo soviético, cuando se hizo patente que Stalin no iba a respetar el compromiso de celebrar elecciones libres en Europa oriental. Y el relanzamiento de la Guerra Fría por un Reagan que rehúsa aceptar la eternidad del bloque soviético, reniega del appeasement y la distensión e insiste en la obligación de derrotar al "imperio del mal". Y la arriesgada apuesta de los neocons de la administración Bush por el nation-building y la implantación manu militari de la democracia en el mundo islámico, comenzando por Irak.

Quizás sea el derrape de esta última ambiciosa empresa histórico-moral "el "gran Oriente Medio" de democracias liberales con el que soñaron los Kristol, Kagan, etc., obnubilados por la victoria en la Guerra Fría y la rápida democratización de Europa oriental en 1989- lo que explica el retorno actual de un pensamiento internacionalista más sobrio y realista. Ya Fukuyama levantó acta del fracaso del idealismo neocon en "After the Neocons" (2006). Y Henry Kissinger "el secretario de Estado que pilotó la salida de EE.UU. del lodazal vietnamita en 1971-73- publicó en 2014 "World Order", una obra que se dice podría estar influyendo en el diseño de política exterior de Donald Trump.

Aunque imposte cierto eclecticismo y no ahorre los homenajes de rigor al idealismo norteamericano, a Kissinger se le nota mucho la simpatía por el orden westfaliano. En la Paz de Westfalia (1648), los países europeos consiguieron enterrar definitivamente las guerras de religión, que habían ensangrentado el continente durante más de un siglo, culminando en la terrible Guerra de los Treinta Años. Los países católicos y protestantes se reconocían recíprocamente su derecho a la existencia, renunciando a la exportación político-militar de sus respectivas doctrinas. Se abandonaba el sueño (que todavía planeó, por ejemplo, sobre la política de Carlos V) de una respublica christiana pan-europea: el universalismo ideológico cedió paso a un nacionalismo pragmático a lo Richelieu: "El Estado "y no el imperio, la dinastía o la confesión religiosa- fue afirmado como el sillar del orden europeo". El sistema westfaliano era "agnóstico" en el sentido de que se desentendía de la ideología "católica o protestante, absolutista o republicana, etc.- imperante en cada Estado, y atendía sólo a sus relaciones recíprocas y al mantenimiento de un adecuado equilibrio entre ellos. Inglaterra vigilaría el concierto europeo desde su ambigua posición mediopensionista, procurando que ninguna potencia continental alcanzase magnitud suficiente para sojuzgar a todas las demás. El sistema, de hecho, garantizó una relativa paz durante casi tres siglos: no volvería a haber en Europa hasta 1914 guerras tan aniquiladoras como la de los Treinta Años, si exceptuamos las napoleónicas entre 1792 y 1815, motivadas por la eclosión de una Francia ideológico-universalista (y, por tanto, anti-westfaliana), decidida a exportar la buena nueva revolucionaria, en lugar de simplemente tutelar el interés del Estado-nación.

Los atisbos de política exterior de Donald Trump parecen coherentes con este pragmatismo a lo Kissinger: menos idealismo histórico-universal (wilsonianismo), más Realpolitik westfaliana. Un EE.UU. cansado del rol de gendarme democrático mundial se replegaría sobre sus propios intereses, abandonando todo apostolado ideológico. El historiador Niall Ferguson conjeturaba hace semanas "en un extenso artículo en The American Interest" las líneas de un posible nuevo orden mundial trumpista. Trump no reconocerá otro "imperio del mal" que el yihadismo, contra el que no se ahorrarán intervenciones militares, al tiempo que se respalda sin ambages a dictadores laicos que lo contengan en los países árabes. Pero Rusia puede ser un aliado en ese combate: el craso autoritarismo del régimen de Putin no debería "en buena lógica realpolitisch-westfaliana- ser un obstáculo para un entendimiento posible en el que ambas potencias tienen mucho que ganar. EE.UU. no haría ascos a la anexión de Crimea y a la finlandización y cantonalización de Ucrania, permitiendo una cuasi-independencia de Donetsk y Lugansk. Pero tampoco con China debería haber contenciosos insalvables, pese a la retórica de guerra comercial; Kissinger habla desde hace tiempo de una posible "co-evolución" y co-prosperidad de las dos mayores economías del planeta. Tendríamos al final un orden multipolar en el que las tres superpotencias respetarían sus respectivas zonas de influencia. Ferguson especula incluso con la incorporación de la Gran Bretaña post-Brexit a un cuadrunvirato que resultaría entonces coincidir con el de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. La UE no entra en los planes: Europa, como dijo Raymond Aron, "se ha retirado de la gran Historia" y carece de músculo militar y de una política exterior coherente.

Por supuesto, este dibujo tiene muchas zonas borrosas (¿qué sería de los países bálticos y otros exsatélites soviéticos?; ¿qué hacer con Irán y con el eje ruso-sirio?), y es pronto para saber si llegaremos a ver un mundo así. Pero algo es seguro: si se materializa, los mismos que han clamado desde 1945 contra el sheriff norteamericano se indignarán ahora por su jubilación.


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