Jueves, 07 de agosto de 2025
Carta Semanal del Arzobispo de Oviedo
Recuerdos de ayer: comienzo de curso
Me sucedía en la esquina del calendario cuando ya doblaba agosto para dejar paso al mes de septiembre. Mi niñez y mocedad también se estiraron en esos momentos postreros de cada verano, y la vuelta al colegio no era algo temido tras unas largas vacaciones estivales. Incluso era algo deseado. Sentíamos la nostalgia de las aulas, de reencontrar a los compañeros de clase, de pensar con gratitud en lo mucho y bueno que nos enseñaban la mayoría de los profesores con enorme dedicación y sabia pedagogía. El curso enfilaba con toda su carga de novedad y el calendario escolar nos chistaba cada vez más cerca apuntando maneras. Trataba de recordar lo que en el curso anterior habíamos aprendido, las cosas que se pudieron descubrir, los horizontes que a nuestra edad tierna y maleable se iban abriendo. Toda una aventura con las ganas nuevas de volver a empezar.
El primer día de clase era siempre de presentación del curso, conocer a los nuevos profesores, saludar a los compañeros y tratar de contar deprisa lo mucho que en el verano de atrás se había vivido con la familia, con los amigos, en el campamento o las colonias de la parroquia. Había que impresionar a los demás y nos azarábamos para relatar con porfía qué sé yo cuántas cosas sucedidas, o imaginadas con la fantasía inocente de aquella edad.
Recuerdo con qué respeto recibíamos aquellos libros por estrenar en todos los sentidos. Los recibíamos como se recibe un regalo tan bien envuelto en el envoltorio de la curiosidad que casi no nos atrevíamos a abrirlos, como con un pudor para no anticipar lo que iría llegando a su tiempo lección tras lección. Ya en casa, los volvíamos a tomar entre las manos, los ojeábamos y los hojeábamos con delicadeza, los forrábamos con sumo cuidado, y los ordenábamos sobre la mesa para quedarnos mirando esa montaña de conocimientos que nos disponíamos a desentrañar a través de un curso que estaba comenzando.
Son recuerdos de un antaño muy lejano, bien distinto al que luego se abriría en el bachillerato, y al que pudimos adentrarnos cuando llegó la hora de la universidad. Pero en estos recuerdos aparecen inevitablemente tantos nombres y tantos escenarios que acompañaron aquella edad de la niñez y adolescencia, cuando se pusieron los cimientos de lo que la vida, con Dios y ayuda, ha ido después construyendo y edificando. Junto a la ilusión de nuestros pequeños y jóvenes, yo brindo también por la que tienen los profesores y maestros en esa preciosa y noble dedicación educativa. Un brindis que se hace plegaria para que el curso que comienza suponga un tiempo importante en cada una de sus vidas como una ocasión única para seguir creciendo en ciencia, en conciencia y en sabiduría.
Y me viene entonces la pregunta: ¿sucede también así con los adultos cuando nos disponemos cada cual en su lugar a volver a los pupitres en el aula de la vida? Es bueno colocarse con la actitud justa para que no seamos rehenes cansinos de una novedad que ha dejado ya de conmovernos. No es una cuestión de inercia que debemos asumir sin transgredir su trasiego, sino que todo comienzo tiene un poso de novedad que vale la pena saludar con respeto, acoger con ilusión y pedir la gracia de saber vivir la magia de su momento. De lo contrario estaríamos sin más en la ruleta cíclica del más de lo mismo aunque un año más viejos, un año más desgastados, un año más escépticos. No es esta la actitud de quien de veras se atreve a un comienzo que barrunta ofreciéndonos su novedosa novedad, tan inédita como hermosa.
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