Domingo, 03 de agosto de 2025
Carta semanal del arzobispo de Oviedo
Centinelas de algo verdadero
Siempre me han atraído las personas que dicen las cosas con hondura, con belleza, con sencillez. Especialmente cuando eso que dicen o escriben te abre un horizonte en donde de pronto de puedes asomar a algo que te corresponde, algo que quizás sin saberlo explicar lo habías esperado y soñado desde siempre. Ahí están los buenos escritores, los buenos poetas, que traducen en palabras lo que tu vida no deja de contar.
No es tan usual encontrar a quienes te digan palabras de verdad, palabras que no engañan, palabras que escuchándolas tu vida crece y se llena de alegría y de paz. Y esto fue lo que ocurrió con cuantos se agolpaban para oír al maestro Jesús de Nazaret. Porque así atestiguaban tras cualquiera de sus momentos de palabra o de presencia en medio de aquellas muchedumbres: todos se quedaron asombrados, llenos de estupor, porque hablaba como quien tiene autoridad.
Es una preciosa forma de definir los signos y milagros, las palabras y parábolas que oían y veían en ese nuevo maestro. Estaban acostumbrados, pero no resignados, a otro tipo de lenguaje que les sofocaba, les acorralaba, les aplastaba. De pronto, vino Jesús, y se encontraron con una novedad inesperada que llenaba de alegría sus vidas, que encendía su esperanza y sus ganas de seguir adelante en medio de tantas penurias y dificultades. La misma palabra “autoridad” (a no confundir jamás con su patología: el autoritarismo) ya es por sí misma muy significativa: porque quiere decir que la persona que habla con autoridad permite que sus oyentes crezcan, maduren, lleguen a su sazón.
Andamos a vueltas con un exceso de palabras que terminan en verborrea vacía en su esfuerzo de darle impenitentemente a la lengua. No son palabras que tienen detrás la hondura de la reflexión, ni el arte humilde de la escucha previa, sino que lanzan su catarata de incontinente charlatanería para no decirnos absolutamente nada jamás. Sucede lo mismo cuando la presencia de alguien no supone ver que acompaña nuestra vida, que la abraza y la sostiene, sino muchas veces responde al interés de quien pone precio –de cualquier tipo– a su compañía. Hay palabras y presencias que no nos permiten crecer ni sabernos de verdad acompañados en lo que más podemos estar necesitando. No en vano algunos prefieren no prestar su oído a palabras vacías, ni dejar espacio a presencias que no acompañan.
Este domingo después de Pentecostés, con motivo de la festividad de la Santísima Trinidad, los cristianos somos invitados a dirigir nuestra mirada hacia unos hermanos concretos: los contemplativos, los monjes y las monjas que en sus claustros hacen profesión de silencio y soledad. No es el mutismo, sino el silencio. No es el aislamiento, sino la soledad. Porque en torno a ese silencio ellos cuidan una palabra: la que escuchan en su corazón cuando se la susurra Dios y la que fraternamente comparten con bondad. Y en torno a esa soledad ellos cuidan una presencia: la que adoran en la belleza de Dios y la que fraternamente se ofrecen como una amable compañía. En nuestra Diócesis tenemos estos lugares a los que vale la pena acudir para aprender la escucha y la adoración de estos buenos hermanos que nos ofrecen en tiempos revueltos un ejemplo verdadero de palabras que no pasan y de presencias que no engañan.
La escucha orante llena de sentido su silencio, y la adoración vigilante llena de belleza su soledad. Sus comunidades son una referencia creíble de auténtica humanidad. Gracias por nuestros monasterios, centinelas de una palabra y una presencia que nos dicen algo que vale la pena oír y contemplar.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm Arzobispo de Oviedo
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